jueves, agosto 16, 2007

Este relato es falso

Cuenta la leyenda que hubo una vez un inteligente joven que paseaba despreocupadamente con un libro de Borges bajo el brazo. Pensando en el infinito y en una posible postulación de la realidad, tropezó con un pequeño niño que jugaba. Su humor no cambió, y se disponía a seguir, una vez que se hubo asegurado de que el infante no resultó herido. Sin embargo, el pequeñuelo lo invitó con una sonrisa a jugar con él. Estaba divirtiéndose con su familia, en lo que parecía ser un picnic en la plaza. El joven aceptó la invitación, y se unió al grupo, siendo recibido en él, aunque con cierto recelo por parte de la madre del pequeño. No tardaron en explicarle que estaban jugando al "Simón dice...", y que podía incorporarse libremente, a su gusto. El pibe lo pensó, uno o dos segundos, no necesitaba mucho más. Le gustaba hacer cosas raras, pero la seriedad que lo caracterizaba y sus preocupaciones metafísicas lo hacían dudar. A pesar de esto, accedió. Reanudaron el juego, ahora con uno más, y se divertían moderadamente. Llegó el momento de que sea el recién incorporado joven intelectual quien hablare en nombre y representación del inefable Simón, indicándole con ello a los demás lo que debían hacer en el marco del juego.
Todos los que comentamos este acontecimiento siempre discutimos si lo pensó, o no.
No nos podemos poner de acuerdo sobre si se percató de las posibles consecuencias de su propuesta o no. Independientemente de ello, la verdad es que dijo lo que dijo.
Miró al resto de los participantes, y dijo en voz alta:
"Simón dice que no hagan lo que Simón dice"
El abuelo se enojó. Lo tomó como una impertinencia y un acto reaccionario de un joven insurrecto y rebelde. La madre no entendía nada, miraba a los demás buscando una sonrisa o un gesto que pueda imitar. El padre del chiquito, abogado positivista apegado al rigorismo más recalcitrante de la ley, intentó seguir con las reglas del juego a pesar de todo, ensayando un extraño movimiento sin moverse, hasta que cayó desmayado sobre los sandwiches de miga que habían sobrado del almuerzo, con un extraño color morado en la cara y un poco de espuma saliendo por su boca al compás de las convulsiones. Y el más pequeño, para sorpresa de todos, se quedó quietito. Sonriendo. Miraba atónito al joven, lo miraba con admiración. No se hacía eco de las reacciones de su familia: él miraba al intelectual y reía con ganas y auténtica alegría. Su carita parecía indicar que algo de esa extraña y adaptada aporía había entendido, para alegría del joven, que despreocupadamente tomó su libro de Borges que había dejado en el suelo, y lamentando en alguna parte de su ser las posibles complicaciones acarreadas a la familia, comenzó a alejarse del lugar caminando lento, pensando en Russel, Zenón, Aquiles y la tortuga.

1 Comments:

Blogger Juan Rizzo said...

Y Heráclito, no? te acordás del "niño que juega"?
Genial lo de los sánguches de miga, jajaja.

7:33 a. m.  

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